Empezamos el día con la cita habitual en la parte trasera del ayuntamiento donde acudimos todos puntualmente. Tras el consabido paseíllo por los recovecos del ayuntamiento y ya en nuestro querido palomar, dimos rienda suelta a los ejercicios de calentamiento que tan bien se nos dan. La novedad de ir cambiando de sitio mientras cantábamos “prrrr” no deparó mayores contratiempos más que algún encontronazo de baja intensidad entre coralistas.
Hablando de recovecos, me consta que un par de coralistas casi acaban en las catacumbas, rodeados de bustos de Franco y tal, en su desesperado intento por encontrar una salida.
Una vez calentada la voz, aunque no del todo despiertos, creo, nos unimos a nuestros compañeros txistularis para ensayar momentos clave de la actuación. Esta vez me pareció que había menos amateurs que otros años. Las típicas dudas de piano aquí-piano allá, atadme este pedal o le pego una patada y no respondo, etc… hicieron que fuéramos entrando poco a poco en el papel.
Lo más divertido fue cuando estábamos ensayando el Ipharadisi mientras el maixu iba conectando pianos y pedales. Ahí donde toca callarnos, y va él, creyendo que habíamos parado para que se concentrara en sus conexiones, que va y suelta “lasai, segi, segi abesten…”. La cara cuando descubrió algo más tarde que parábamos por exigencias del guion y no por él, habría que verlas. De todas formas, a alguno le debió de despistar el suceso, porque entró con gran confianza en ese mismo sitio durante la actuación. En fin, cosas del directo…
A destacar también que esta vez, en ausencia de clases de euskara y conjugaciones del nor-nori-nork, el maixu nos deleitó con variadas opiniones sobre cómo sonaba el coro, que creo que nadie le había pedido.
El paseíllo hasta el Danena resultó algo peculiar. Algunos tuvimos que sortear a los participantes del evento popular que se estaba celebrando en aquel momento. Para mí, ha sido la primera vez en la que he tenido que pasar por la meta de llegada antes de poder salir de algún sitio.
Y así de temprano, empezamos con un ejercicio que iba a ser constante durante la jornada. El ejercicio consistía en romper vajilla. En esta ocasión, fue Itziar con mi vaso de Marianito. Aunque a medida que fue avanzando el día, no pasaba media hora sin que alguien rompiera algo. De todas formas, el record fue para Javi (con M. de Muguerza). En un punto de la tarde-noche, dejamos de contabilizar las piezas que había roto.
En cuanto al concierto en sí, un par de anécdotas como siempre. Para empezar, y contra lo que venía siendo habitual últimamente, todo el mundo vino con su chaquetita y su camisa del color acordado. También tranquiliza comprobar la soltura con la que hacemos las transiciones arriba-abajo, izquierda-derecha, adelante-atrás. Lejos han quedado los tiempos en los que esto era un espectáculo en sí mismo.
Hubo también, como no, el típico teléfono inoportuno justo antes de empezar a cantar una de las canciones al piano. Esta vez pertenecía a un ilustre espectador en primera fila. El momento de Laida al piano (bueno, momentazo, por lo de la duración, digo) con las manos en posición no sé si de pianista o de degollar a alguien directamente), de una tensión, que me río de las tensiones de la Little Jazz Mess…
En la entrada del Kuku, algunos descubrimos una de las características de la Lira. Si eso que tocó el marimbas era la tan anunciada lira, que no sé. Pero tiene la particularidad de que no suena. Así que la nuestra fue una entrada sutil, tipo Kuku lejano, que quedó fina y que resaltó el contraste con los más robustos que vinieron después. Por cierto, ¡Qué poco se ha comentado que el resto los dimos todos en su sitio! Es lo que tiene ensayar tanto.
En el haurtxoa lotaratzeko, un servidor se quedó con la sensación de que no se escuchaba ni él mismo. Sensación corroborada por los videos que han corrido más tarde. Los más viejos del lugar recordaréis a Sergio y Estibaliz, donde al tal Sergio jamás se le escucho una nota, era como Play-Back, pero sin el Play. Pues eso. Por lo menos la señora de todos los años, la del Evening Rise, se quedó tranquila (sí, estaba allí, en segunda fila, detrás del del teléfono). Cuando salí, ya me miró como diciendo “a ver con qué la liamos hoy, que el año pasado te vi dando txalos”. Pero, entre que no me veía medio escondido como estaba tras Marijo, y tampoco me oía, pasó la canción sin sobresaltos, la señora.
Tras las consabidas felicitaciones, nos fuimos al tradicional poteo, que este año no deparó mayores sorpresas. No faltó el Euskalherriko de turno.
El restaurante Txoko, no sé por qué, pero a todos nos pareció mayor de lo que se recordaba, incluso a los que nunca habíamos estado antes. Fue trending topic. Eso, y la continuación de la orgía de vajillas rotas, capitaneada esta vez sí, por Javi, que cada vez que daba un tono, rompía algo también. Fuimos deleitando a los comensales con nuestros Greatest Hits, hasta que nos quedamos sin ellos (comensales y Greatest Hits, ambos), y como la plantilla del restaurante, aunque muy profesionales y atentos, no daba como para otro concierto, fuimos desalojando el local en sana armonía.
Como todos los años, a partir de aquí el relato empieza a ser más confuso. Yo estuve en el Txurrut y el Burunda. Recuerdo, eso sí, una media docena de intentos de ir al Orbela, no me preguntéis por qué.
También como todos los años, la profundidad y calado de las distintas conversaciones fue en aumento a medida que iba avanzando la jornada mientras el personal se fue replegando con elegancia y discreción.