Por fin llegó el día esperado de nuestro concierto anual con la banda de txistularis.
Nada que reseñar sobre la cita en el ayuntamiento salvo, quizás, la nutrida presencia policial a la entrada.
Nos fuimos directos a la zona donde nos íbamos a cambiar. Resultó ser la misma que la del año pasado, allá arriba en el ático. Esta vez, alguien se debió de dar cuenta de que no tenía mucho sentido tener dos vestuarios separados para hombres y mujeres si las paredes eran de cristal, así que nos metimos todos en la única sala que estaba abierta.
El calentamiento fue algo más intenso que lo habitual en la parte física. De hecho, cuando ya solo nos faltaba empezar a hacer series escalera arriba y escalera abajo, como Rocky, decidió Laida que ya teníamos bastante y nos fuimos a ensayar con los txistularis.
Fue gratificante notar que hay gente más torpe que nosotros en esto de las colocaciones, visto el lío que montaron los txistularis invitados. Eso que solo iban en una fila.
En la introducción, el txistulari mayor comentó el orden que íbamos a seguir en el ensayo. No nos tranquilizó nada saber que seríamos los últimos en aparecer en el Danena a por los pintxos, pero lo tomamos con la suficiente serenidad como para no desentonar demasiado en el ensayo. En dicho ensayo tuvo gran protagonismo el tema de las transiciones y colocaciones, como no podía ser de otro modo. A Mikel se le veía tranquilo sabiendo que este año le tocaba una responsabilidad más sencilla que el año pasado: colocarse en el centro.
Después de pasar brevemente por las canciones del repertorio común, y una vez bien vestidos de negro, fuimos hacia el Danena. Como dijo alguien, las voces masculinas parecíamos salidos de alguna reunión de la conferencia episcopal.
Yo creo que en pintxos gana por goleada el de tortilla. Sin embargo, para la bebida se desplegó un amplío abanico que abarcaba desde los marianitos hasta el saldabadago. No sé que es peor para las cuerdas vocales, o el alcohol que reseca, o la salda que quema.
El primer sobresalto llegó cuando estábamos ya todos dispuestos en orden para salir en dos filas y nos dimos cuenta de que alguna mano negra nos había plantado un pie de micrófono con un móvil y un atril en la mitad del pasillo. No había forma de pasar dos filas por ese hueco. En un alarde de improvisación y liderados por Javi, decidimos que Imanol, que era el que más sereno parecía estar entre todos, desplazara discretamente el atril su paso. Y así, conseguimos que lo que podía haber sido una entrada titubeante con atasco, resultara en una digna entrada en escena.
En cuanto a las canciones, doctores tiene la Santa Madre Iglesia… En lo que respecta a sobresaltos, el segundo lo sufrí al darme cuenta de que el que estaba en primera fila cuando me tocaba lo de los txalos con Imanol era el mismísimo Peter. Ya me lo estaba imaginando levantarse indignado diciendo que en el Baztan los txalos no se dan así, pero la cosa es que, seguramente porque le pilló desprevenido, no reaccionó y pudimos terminar la canción con txalos y todo.
La siguiente canción vino también con sobresalto… Resulta que allí, al lado de donde me tocaba cantar estaba la señora del Evening Rise del año pasado. En cuanto me vio venir hizo ademán de levantarse, pero era demasiado tarde. Así que canté, escondido entre Marijo y Amaia para no hacerme notar demasiado. Fue mejor que el año pasado. Me miraba como diciendo: hombre, sigues cantando lo que no es, pero por lo menos vas a la vez. A ver si para el año que viene ya te centras del todo…
En el Aldapeko parece que hubo alguna improvisación en el ala este del edificio. Seguro que ni se notó, con todas las entradas que lleva, por una más no se entera nadie.
En la parte con txistus sí que hubo una novedad que, a poco que nos descuidemos tiene pinta de convertirse en tradición: la invitación de Laida al público para que nos acompañara con aplausos en el Mendigoizaleak. Lo bueno, que mientas miraba al público no podía vigilarnos. Lo malo, que el público respondió con tanto entusiasmo como falta de acierto. No parecían entender las sutiles indicaciones de Laida para que dejaran de aplaudir cuando no había que hacerlo. Lo que si nos consta que todo el mundo comprendió es el significado de la mirada tipo “ya-te-vale-que-no-aplaudas-ahora-que-te-echo-del-concierto”. No sé por qué, me recordó a lo del Jordi. Iñigo comentó que esto tiene todos los boletos para convertirse en la Marcha Radetzky del concierto de año nuevo, pero en versión txistus.
No soy capaz de explicar el inexplicable capítulo de la entrega de la tarta del Sr. Gorrotxategi por parte del Sr. Gorrotxategi (¿alguien sabe si toca o ha tocado el txistu?,) Vista la estética y las dimensiones XXL de la tarta, espero por lo menos que el chocolate esté rico.
De las sentidas palabras del nuevo responsable de la banda no conseguí entender casi nada, salvo que iba a ser breve. Esto porque lo repitió unas cuantas veces. Que digo yo que quizá sin repetirlo tanto ya le habría salido más breve, de forma natural. En fin, cada uno tiene su estilo. Con lo único que me quedé es con el dato de que Peter había trabajado durante 50 años como funcionario público.
Nada más coger el micrófono ya nos aclaró Peter que no, que fueron 45 años. Por una cosa que pillo… luego otro sentido discurso, este sí, breve, para dar sobre todo las gracias a los compañeros etc… Destacó el hardcore de la movida txistulari de los 80, tipo movida madrileña, con mención especial a los tres mosqueteros del txistu. O mejor dicho cuatro, contando al conocido como D’artagnan. Después, el siguiente sobresalto: creía que con la emoción del Xamurra y los espontáneos bailes populares le había dado un síncope a Peter, pero resulta que no, que no eran convulsiones. Es que se puso a bailar él también. Por cierto, con una agilidad que ya firmaba yo para mis 70 años.
Ese sí fue un momento emotivo, creo. A algún tenor de alma sensible le salió alguna lagrimita…
Terminado el concierto, felicitaciones por parte de todos, que qué bonito, que qué fino, que qué bien, Teresa preguntándome qué se supone que estabas haciendo con Imanol, y así, un poco creciditos volvimos al palomar a cambiarnos. El entusiasmo que llevábamos Iñigo y yo con tantas felicitaciones se esfumó rápido con algún comentario de algún bajo puntilloso tipo “ha habido cositas” y, sobre todo, la exclamación de Itziar entrado en la sala “bueno, ¡hemos salvado los muebles!”.
Un rápido paso por la 31 de agosto y al restaurante, a comer. Sobre el menú y la comida, poco que destacar. Eso sí, es de las pocas veces que casi llego al postre sin que hayan sacado todavía la bebida. En teoría una botella para dos personas. Alguno quería pedirlas directamente de ginebra, para ganar tiempo, otro, se las arregló para traer como unas 20 de sidra para cuatro…
De entre todas las personas que bajaban del bar al baño y miraban con sorpresa y desconfianza nuestra mesa, hubo una conocida que me preguntó de manera perspicaz: “qué, ¿de comida?” y yo, “pues sí”. ¿En qué lo habrá notado?
La nota exótica la dio la infusión de jengibre con lima (que no limón) que les sacaron a Laida y Joseba. Contra todo pronóstico empezó a soltar una especie de hilillos de chapapote rojo, pero para abajo y que a nadie le cuadraba que fueran característicos del jengibre. Aquí, el porte y la elegancia natural de Lore en el manejo de la infusión de toda la vida, cual Geisha japonesa, contrastaba con los intentos sin resolver del todo de otr@s.
Entre los cánticos populares, a Joseba se le ocurrió preguntar sobre una canción que cantamos en su día y que le sonaba que era el himno de la república surafricana (probablemente por efecto del jengibre rojo, no encontramos otra explicación). Poco pudimos sacar en claro, además del título y algunos trozos de la versión de tenores, que parece no ayudaban demasiado a recuperar la memoria musical del resto de voces.
Tras la sobremesa, nos fuimos al Picachilla. Supongo que debido a la inercia del trajín de la mañana, no estuvimos en nuestra colocación inicial ni lo que dura un Urretxindor. También es verdad que estar en la mitad del camino al baño no es muy glamuroso. Entre las caras relajadas de los que vuelven y las claramente impacientes de los que van, no hay forma de concentrarse.
Una vez colocados (sin segundas), cada grupito se dedicó a lo suyo. En el nuestro dimos un repaso a la canción que mencionó Joseba: N’kosi sikelei. Allí, con Iñigo y un servidor de Tenores, Marijo de soprano, Sandra y Miren de alto y Laida de bajo dimos un repaso hasta dar con todas las notas. Esta ya para cantar. Igual tiene que dirigir Aitor, eso sí. Por cierto, Aitor le confirmó a Laida que antes de ella ya habían pasado otros directores por la coral. “No, si con un coro casi centenario, ya me esperaba algo así”, pensaría ella.
Luego tuvimos una profunda discusión sobre cómo tomar notas en las partituras, y la importancia de tener un código de colores para cada mensaje. Descubrimos que para esto también cada uno tiene su sistema. Yo uso colorines en la tablet (un poco al tuntún, eso sí), Marijo, todo en rojo. Otros, como Iñigo, lo tiene todo en un triste gris y a lápiz. La versión de Miren también era gris pero como con más texto, tipo novela. Para terminar, Sandra nos comentó que lleva toda una colección de lápices y rotuladores de colores en el bolso, que no usa para nada. Para qué los lleva entonces, no nos lo supo explicar. Total, que aparte de un poco fundamentado consenso forzado sobre utilizar el color rosa para anotar cuestiones relativas al tempo, no llegamos a más. De hecho, al final planteamos la pregunta del millón: ¿necesita el mundo musical en particular y el universo en general un código de colores estándar para anotar partituras? Ahí queda la pregunta.
Como era de prever, finalizadas las existencias de cervezas y Gin-Tonics en el Picachilla, nos fuimos encaminando inexorablemente al Kelly’s. Allí donde, como apuntó alguien, se pierde la noción del espacio-tiempo. De camino, entre callejones, nos apareció entre las brumas el susodicho D’Artagnan al que solo le faltaba la espada y el embozo (como al sargento de la Adelita): “pero, ¿venís de comer?”. Tras la sorpresa inicial, se apuntó al grupo y se vino con nosotros. Estuvo a punto de traerse el txistu. No digo más.
En el Kelly’s, como siempre, salieron a relucir temas de calado. Un profundo debate sobre la conveniencia del teletrabajo entre gente sensata y algún retrógrado (sí, así me llamaron…), la ética y el trabajo, etc…
Yo me quedo con dos intervenciones de Mavi. Una era una propuesta interesante sobre prohibir (sí, prohibir, sin complejos) el sonido de ciertos instrumentos: el txistu (estaba D’artagnan al lado… menos mal que Mavi habla suave), la dulzaina (¡toma ya! esa gran olvidada), y, ojo al detalle, el sonido del bajo de las gaitas. Parece ser que solo el bajo. Nótese que no se trataría de prohibir el instrumento en sí, o eliminar a los practicantes de la faz de la tierra (por lo menos en una primera fase) sino solamente el sonido.
La otra, que me parece pura poesía aunque no sé lo que quiere decir, cuando comentó que en esta vida, “a veces hay que cantar en defensa propia…”. Yo ya conocía el modo “sálvese quien pueda”, pero no había oído hablar de “cantar en defensa propia”.
Y con estas profundas reflexiones, un servidor se tuvo que ir para casita, por aquello de no teletrabajar. Para conocer lo que pasó después habrá que buscar en la internet profunda: lo que pasa en el Kelly’s, queda en el Kelly’s.
Para terminar, reflejaremos un ramillete de grandes hilos de pensamiento que nos dejó la jornada y que convendría no cayeran en el olvido:
.- ¿Existe el jengibre rojo, o desteñía? En caso afirmativo, ¿Cuáles son sus efectos y cuánto duran?
.- ¿necesita el mundo musical en particular y el universo en general un código de colores estándar para anotar partituras? En caso afirmativo, ¿Cuál es ese código?
.- Dado un coro con un número de integrantes “x”, ¿cuántas disposiciones posibles “y “ pueden conseguirse? Para calcularlo, ¿hay que utilizar combinaciones, variaciones o permutaciones con y sin repetición?
.- ¿Cantar en defensa propia te exime de algo?